Los ochenta

Dicen nuestros políticos que España ha avanzado mucho bajo el juancarlismo en el terreno de las libertades, pese a que la más necesaria de todas ellas, la libertad política –división de poderes y representación- ni está ni se la espera. Porque no les interesa. Empero, si uno compara la sociedad de los años ochenta, anterior a la caída del Muro de Berlín que dejara, como magníficamente analizara Jean François Revel, a la izquierda absolutamente desnortada durante un tiempo, una vez visto el fracaso de la teoría económica marxista y expuestos ante el mundo los horrores y los crímenes que se escondían detrás del telón de acero, nos podremos percatar del retroceso que se ha ido produciendo en cuanto a libertades individuales. (Sigue leyendo en Vozpópuli)

Criticaba la izquierda en los ochenta, influenciada como estaba por mayo del 68, el prohibicionismo de la derecha. Empero, hoy, de la mano de las bioidelogías que hunden su raíz en el nacional socialismo alemán de los años treinta, derivado a su vez de la mezcolanza entre el economicismo leninista y la politización fascista [todas ellas ideologías socialistas pues, en la práctica, todo nacionalismo es inevitablemente socialista y todo socialismo es inevitablemente nacionalista, como ya explicara Fichte en “El estado comercial cerrado”] la izquierda se ha entregado, visto el resultado de sus políticas, a aquello que repudiaba décadas atrás. En el fondo, como siempre, se trata de negar la naturaleza humana y buscar un nuevo hombre. El súper-hombre. Un desastre. El desastre de los totalitarismos del siglo XX.

Los ochenta eran los tiempos en que desde la izquierda se pedía, por ejemplo, frente a la postura liberal de no intervención, la regularización de la prostitución. Regularización que, vista con la perspectiva del tiempo, en Holanda ha sido un verdadero fracaso: sólo un 4% de las prostitutas se han acogido a dicho sistema mientras la clientela sigue buscando a la profesional no regularizada y las mafias campando a sus anchas, como denuncian feministas socialistas de tronío como Beatriz Gimeno, hoy cercana a Podemos.

Rockeros: el que no esté colocado, que se coloque”, jaleaba en los ochenta el alcalde madrileño Enrique Tierno Galván. Grupos musicales agrupados en torno a la mítica movida madrileña entonaban –en algún caso lo único entonado eran ellos- canciones que hoy serían motivo de escándalo entre una clase política y mediática entregada al puritanismo. El repertorio de los músicos iba desde el “Sí, sí” de los Ronaldos hasta el “Cuánta puta y yo que viejo” (sic) de los siempre irreverentes gallegos de Siniestro total, pasando por los temas de Loquillo que escandalizan a algunos movimientos dizque feministas. Si estos temas se hubieran dado a conocer este mes pasado, influyentes miembros de la subcultura [o sea, gritones televisivos] se pasarían por lo menos una semana arguyendo en las tertulias en favor de la exclusión social de los míticos cantantes y grupos musicales por osar afrentar el pensamiento único. ¿Se imaginan que los Hombres G publicaran hoy en día su tema “Matar a Castro”? Habría que oír al de la coleta y a los demás.

Al fin y al cabo, el consenso socialdemócrata, del cual todos los partidos forman parte y que sustituye el consenso social por el consenso político, ordena la exclusión de la vida civil de cuantos se muestren contrarios al mismo. Pero no son pocos los políticos que hablan de “conquistas sociales”.

Entre las más sobresalientes bioideologías de obediencia obligatoria, devenidas en verdaderas religiones sustitutivas [frente a la fe no se puede contraponer la razón], se encuentran la ecología, que sirve como excusa para casi cualquier cosa y que en la vecina Alemania causa estragos, la ideología de género y la de la salud.

En los ochenta no se perseguía a los fumadores como si fueran leprosos y culpables de todos los males del universo (no se me adelanten adelanten los prohibicionistas del eslógan fácil: no fumo, pero me gusta la libertad). Se podía, los más jóvenes ni se lo van a creer, aparcar en segunda fila o incluso encima de la acera, no existiendo parquímetros que penalizan a los menos pudientes, ni tampoco de los otros. Los locales de copas, no sólo las discotecas, abrían hasta las tantas de la mañana. Eran los tiempos en que de Madrid se decía que era el Nueva York europeo, la otra ciudad en la que nunca se dormía. Tiempos en que Madrid, como el resto de ciudades españolas, tenían vida. Alberto Ruiz-Gallardón, por entonces en Alianza Popular junto a Jorge Vestrynge, aún no proponía quitar los carteles luminosos del centro de la ciudad para dejar la capital iluminada como si de La Habana se tratase. Sí, vale, Madrid era antes mucho más caótico. Nada que ver con el orden soviético-burocrático que ahora padecen los madrileños, ahogados a impuestos y tasas. Pero era mucho más libre. Que es de lo que se trata. El resto de España, igual. Barcelona, incluso, era vanguardia. Era.

Hoy, devorada la España del Estado de Partidos por el colectivismo [“los derechos individuales no están sujetos al voto público; una mayoría no tiene derecho a votar la derogación de los derechos de una minoría”, advertía Ayn Rand] las diversas bandas organizadas pelean por el reparto del cada vez más exiguo pastel, pretendiendo expulsar del mercado a quienes tratan de sobrevivir pese a la inmensa profusión legal que ha convertido al ciudadano en sospechoso permanente y al saqueo impositivo o, simplemente, a quienes han comprendido la revolución que suponen las nuevas tecnologías. A los que pretenden avanzar. Perjudicando, por supuesto, al españolito de a pie, que a las oligarquías le importan un colín.

Vivimos en un continuo “qué hay de lo mío” típico de la socialdemocracia y que tan bien saben explotar los partidos. Todos. Es el consenso.