
Twitter se ha convertido en una asamblea de niños malcriados. Una red social en la que frustrados y resentidos pueden vomitar con total impunidad su odio.
En España, en el año 2020, Twitter tenía 4,1 millones de usuarios. En el año 2015 eran 4,5 millones. Las cuentas verificadas (personas reales y cuya identidad ha sido contrastada por la red social) solo representan un 0,13% de los usuarios, siendo Madrid la ciudad española que más tiene. Le siguen Barcelona y Valencia. Los hombres son los que más utilizan esta red social (63%) y el 28,4% tienen una edad comprendida entre los 35 y 49 años. Y es la red de los odiadores por excelencia, aunque estos se estén abriendo paso en otras redes en crecimiento como Instagram o Tik-Tok.
Existen numerosos estudios acerca del perfil psicológico del hater, ese personaje narcisista fanático que se cree con derecho a juzgar a los demás. El suicidio de la actriz Verónica Forqué ha hecho que una parte de la sociedad se dé cuenta de la gravedad de dicho comportamiento.
Desde el punto de vista psicológico, los haters de Twitter equivalen a quienes participan en otros lugares del planeta en linchamientos físicos. Se trata, como señala Schafer en The Seven Stage Hate Model, de personas con baja o nula autoestima que sienten satisfacción insultando a otros; manipuladoras y con conductas socialmente desviadas, carentes de empatía e inteligencia emocional, que se guían por impulsos. La fe antes que la razón o la ciencia. Tienen personalidad adictiva, exceso de tiempo libre, necesidad de protagonismo y vacío vital, señala el psicólogo Jordi Isidro Molina en “La Vanguardia”. Son los haters, pero también esas estrellas de Twitter que se pasan el día opinando acerca de todo y señalando a los demás, como si en ellos residiera la Verdad revelada y solo hubiera una forma correcta de hacer las cosas. Su paso por la popularidad, que no el prestigio, será fugaz, porque no aportan absolutamente nada.
Haidt y Lukianoff en “La transformación de la mente moderna” (Ed. Deusto) señalan cómo las teorías de la interseccionalidad y cancelación han convertido a jóvenes norteamericanos en personas sumisas que impiden expresarse a quien piensa diferente. Una transformación que inicialmente afectaba a jóvenes de izquierdas, de esos que justifican escraches en la universidad como los que hemos visto en España. Pero este odio pronto, de la mano del populismo de Trump, hizo mella en la derecha. Hoy los antivacunas arremeten ferozmente contra el ex presidente norteamericano, al que consideran un traidor por ponerse del lado de la ciencia en el asunto de la vacunación. En España también ha habido casos similares, como la campaña en redes contra el doctor Steegmann (VOX).
El psicólogo John R. Suler, por su parte, ha señalado el efecto de desinhibición online que afecta a estas personas, que piensan que su comportamiento puede ser desinhibido por la desconexión existente entre ellos y lo que escriben en la red bajo el anonimato.
Los haters políticos de hoy son populistas, como antaño eran nacionalsocialistas o comunistas. Totalitarios. Porque el populismo, hijo del consenso socialdemócrata y el estatismo, tiene mucho que ver con esta violencia. El populismo siempre es emocional, violento y apela a sentimientos negativos como el odio o la ira (“el miedo va a cambiar de bando”, “socialicemos el dolor”). Ya señalaba Ortega y Gasset que la masa y el anonimato convierten a las personas en bestias.
Por eso es grave cuando organizaciones políticas, que deberían de estar pensando en cómo mejorar la vida de los ciudadanos, se dedican a contratar granjas de bots o a favorecer el acoso en redes. Lo que esto pone de manifiesto es la infantilización de la política, en el fondo de la sociedad. Todo ello derivado de la perniciosa socialdemocracia, una ideología que niega la responsabilidad individual para diluirla en el colectivo. El colectivismo socialdemócrata hace que las personas sean irresponsables, acomodaticias y dependientes de papá Estado. Todos esos partidos y políticos no contribuyen en absoluto a fomentar una sociedad abierta, libre y plural. Todo lo contrario. Contribuyen a la polarización de la sociedad. Hacerlo, además, en momentos de incertidumbre como los que llegamos viviendo los últimos dos años por la pandemia es moralmente inadmisible.
Reblogueó esto en Ramrock's Blog.
Se conoce que, para algunas personas, amenazar de muerte resulta fácil y sale gratis, a pesar de estar contemplado en el Código Penal (169 CP). O simplemente es la «bula de la izquierda» de toda la vida.